Jesús de Nazaret (IV): Sangre y resurrección
La incredulidad de Santo Tomás. Caravaggio, 1602
(Viene de la tercera parte)
Aruru, la diosa de la creación, contemplaba con supremo disgusto la insolencia de Gilgamesh, el poderoso rey de la ciudad sumeria de Uruk. La diosa sabía que Gilgamesh se había demostrado invencible en combate y por ello decidió juntar arcilla con agua para moldear un hombre cuyas cualidades únicas pudiesen convertirlo en un rival digno del rey sumerio. El nuevo hombre se llamó Enkidu, que significaba «hijo de Enki, dios de las aguas». Mucho tiempo atrás, había sido Enki quien, mediante la unión de la arcilla con la esencia misma de la vida, la sangre, había creado la raza humana para convertirla en servidora de los dioses.
Cuando Enkidu cobró vida, sin embargo, no adquirió consciencia de sí mismo. Era tal su inocencia que correteaba desnudo junto a los animales. Desconocía las costumbres de los humanos; no cazaba, no cultivaba, no se vestía, no se cortaba el cabello. Vivía en completa armonía con la naturaleza y era incapaz de actuar con violencia. En semejante estado silvestre, Enkidu se demostraba inútil para los propósitos de la diosa Aruru. Pero ella no se rindió. Había que despertar a Enkidu…
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